viernes, 31 de octubre de 2008

Estrategia de la tensión. Por Miguel Iturria Savón.

En Cuba, el planeta de la política nos convierte en satélites. Giramos al compás de la rumba revolucionaria contra el enemigo imperialista. Nuestra órbita es el socialismo. En el firmamento insular cambian las circunstancias y las consignas, pero la tensión es la misma desde hace medio siglo. Quien se atreva a opinar contra el único partido, la economía de estado o el poder indefinido de un hombre providencial cae en desgracia. Los edictos de palacio son inapelables, resumen la fábula del Mesías.
Como el Mesías tiene alma de guerrero ha convertido la isla en un campamento militar. Sus tácticas y estrategias nos mantienen en tensión. La tensión justifica nuestro balanceo de zombis en torno al guión escrito por los jerarcas uniformados.
El diseño de una estrategia de tensión prueba su eficacia en las circunstancias más adversas, principalmente ante las catástrofes naturales que escapan al control del gobierno, el cual se aprovecha de los problemas para frenar los estallidos populares. Ante un ciclón, por ejemplo, el régimen combina la ayuda posible a los damnificados con la represión policial y las promesas que catalizan y desvían el descontento.
Los “especuladores” son el chivo expiatorio de la oleada represiva desatada por el castrismo contra el pueblo cubano después del paso de los huracanes Gustav e Ike, cuyos vientos y lluvias arrasaron parte de la isla y dejaron sin vivienda a casi dos millones de personas.
La policía controla las entradas y salidas de La Habana, Pinar del Río, Isla de Pinos, Camagüey y el norte de la zona oriental del país. La cruzada está dirigida contra quienes buscan alternativas propias. Detienen a camioneros con productos agropecuarios, decomisan vehículos y mercancías, registran a taxistas, ciclistas y ciudadanos de a pie. La sospecha, el decomiso, las denuncias y las sentencias de los tribunales marcan el paso de la recuperación, como si los pobladores fuéramos culpables de los desastres naturales.
La dictadura sabe administrar la tensión cuando le conviene. Así lo hizo en 1961, 1963, 1968, 1970, 1980, 1994, 1996 y en la primavera del 2003. Pero no estamos en presencia de una invasión, de cohetes nucleares, de la ofensiva para expropiar a los pequeños propietarios, de la zafra de los 10 de millones –ahora producimos menos de 2 millones de toneladas de azúcar-, del éxodo masivo hacia la Florida, de la revuelta en el Malecón de La Habana, de las avionetas de los Hermanos al rescate ni de la ola represiva para descabezar a la oposición interna.
Ahora, como entonces, las autoridades no han declarado el Estado de sitio, pero los patrulleros detienen a cualquier sospechoso, aunque no haya rebeldes en las montañas ni terroristas en las ciudades. Los vendedores ambulantes son perseguidos como delincuentes; los dueños de kioscos agropecuarios tuvieron que cerrar por la ausencia de mercancías y la imposición de precios ajenos a la oferta y la demanda. La demanda sobrepasa a la oferta, crecen las colas, el estrés y el murmullo y la angustia de los hambrientos.
Al mensajero de mi cuadra lo han detenido dos veces en plena calle. Tuvo que mostrar sus documentos y justificar el origen estatal de cada panecillo. Otros ancianos sufren el chequeo de sus carretones, mientras los clientes esperan, los niños van a la escuela sin desayunar y los agentes de la policía merodean los mercados en busca de ladrones y especuladores.
Así marchan las cosas en cualquier barrio de La Habana. Los funcionarios aumentan el control y presentan al estado patrón como el único suministrador confiable en medio de la crisis alimentaria. El absurdo galopa como un caballo desbocado.
Realmente se trata de otra máscara para encubrir el miedo de la élite que rige el destino de nuestra isla desde la estratosfera del gobierno. Los policías que acosan al pueblo no pueden “frenar a los acaparadores” de las alturas; ellos son el peor de los ciclones.

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