viernes, 20 de febrero de 2009

Huelga silente. Por Miguel Iturria Savón.

Me contaba un ingeniero que estudió en Moscú, que en los años ochenta fue testigo de una charla entre un funcionario del gobierno cubano y los técnicos japoneses que vinieron a instalar elevadores en los principales hoteles de La Habana. En la sesión de despedida un tecnólogo nipón le expresó su disgusto al representante insular por la huelga de los trabajadores cubanos que colaboraron con ellos, quienes “llegan tarde, olvidan las herramientas y luego salen a merendar o no regresan después del almuerzo”.
Imagino la sorpresa del funcionario ante la palabra huelga, un vocablo del pasado que resurge en las acciones de los “distraídos” obreros cubanos, siempre al tanto del reloj, la merienda, el almuerzo y de los objetos que “resuelven” en el centro de trabajo para compensar el salario y contrarrestar la jornada laboral.
La “vagancia cubana” tiene sus raíces en el régimen colonial. Los esclavos trabajaban bajo el látigo, sin salarios ni estímulos; rompían los instrumentos, desataban incendios y desaprovechaban el tiempo.
Cuba ha cambiado mucho desde entonces pero el tema no es historia antigua. Desde la década del sesenta los cubanos trabajan sin ganas para los empleadores estatales, quienes fijan las normas, la jornada y los salarios. En 1966 el Gobierno estableció los campos de trabajo forzado bajo el nombre de Unidades militares de apoyo a la producción (UMAP). A partir de 1971 la Ley contra la vagancia llevó a las cárceles a millares de paisanos que rehuían las condiciones impuestas en los centros de producción y servicios. La misma fue sustituida por la Ley de peligrosidad social, la cual gravita aún sobre los desempleados, los jóvenes que no estudian ni trabajan y los opositores que censuran la situación del país.
Como la represión no resolvió el problema y “la vagancia” sigue en pie, el Gobierno emprende una campaña de propaganda contra quienes se niegan a “marcar tarjeta” en las fábricas, las granjas agropecuarias, oficinas, escuelas, hospitales y otros centros de producción y servicios, casi todos en manos del Estado socialista. La televisión y los diarios ofrecen las cifras de desempleados de las provincias y el número de maestros y profesores emergentes enviados a la capital para cubrir las vacantes de los titulados que abandonaron las aulas durante el 2008.
La campaña contra los millares de obreros y especialistas que se niegan a trabajar para el Estado olvida que los desertores están cansados de regalar su fuerza de trabajo. ¿Cómo ser laboriosos y creativos si el salario no alcanza para comer una semana? ¿No saben los funcionarios que la inflación reduce el salario mensual, equivalente a 20 dólares?
En vez de anunciar castigos y medidas sería conveniente analizar las causas que generan la no incorporación al trabajo, la indisciplina laboral, el maltrato de los instrumentos y el desvío de los recursos, cuyo destino es el mercado marginal, más lucrativo y estimulante.
¿No serán estos problemas las causas de la huelga silente que preocupó al tecnólogo japonés a mediados de los años ochenta?

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