miércoles, 20 de agosto de 2008

Final feliz. Por Miguel Iturria Savón.

Final feliz. / Miguel Iturria Savón.
“Al fin juntos”, dijo Elba días atrás cuando Juan se bajó del avión en Las Palmas de Gran Canarias. Llegaba de Madrid previa salida de La Habana, donde se casaron en la primavera del 2003, fecha memorable para los cubanos que desafiaron al Minotauro del laberinto insular. El matrimonio fue rehén de las circunstancias políticas y de la burocracia hispano-cubana.
Él tenía 55 años y daba clases en una universidad; era autor de libros de cuentos, poemas, ensayos y artículos. Ella empezaba los cincuenta y entonces, como ahora, se dedicaba a la pintura y la artesanía. Coincidieron en una galería de arte de La Habana que exponía algunas piezas; compartieron algo más que el placer estético. Elba lo invitó a visitarla en Canarias, pero la Embajada de España le negó la visa, lo cual les pareció absurdo pues Juan había viajado dos veces a ese país y estudiado Psicoanálisis en la madrileña Escuela Grupo Cero, del célebre Menasa.
Entre Cuba y España predominaba el desencuentro. El gobierno peninsular promovía sanciones diplomáticas contra el régimen de Castro, quien ordenó el fusilamiento de tres jóvenes negros y encarceló a 75 opositores pacíficos. Mientras el caudillo insular embestía a la antigua metrópoli, Juan y Elba decidieron casarse en el Consulado de España en La Habana. Como la unión fue denegada, ella reclamó la legitimidad de la alianza ante los tribunales hispanos. Él la esperaba una o dos veces al año y destejían la angustia con los mensajes de Internet.
Solo un lustro demoró la burocracia española para deshacer el dictamen de su Consulado en La Habana. Entre papeles, mensajes, esperanzas y maleficios, el matrimonio otoñal resistió las pruebas del tiempo.
Al bajar la temperatura del desastre, un nuevo Cónsul le otorgó la visa a Juan F. González Díaz, a quien los agentes de Inmigración y extranjería del Ministerio del interior de Cuba, le concedieron el Permiso de residencia en el exterior, previas verificaciones, pagos y advertencias patrióticas. Elba Ramírez Brandón lo esperaba en Las Palmas de Gran Canarias desde la primavera del 2003.
Ahora que la unión es un hecho, Juan y Elba caminan juntos en otra isla de ensueños, visitan a los familiares y amigos de la nueva Penélope, van a la playa, comparten proyectos y asumen el ritmo de los trámites que a él le impone la burocracia del archipiélago canario.
En Cuba, Juan dejó a sus dos hijos y a un montón de amigos. “Las Palmas no es Madrid ni Barcelona, pero aquí las cosas fluyen mejor que en La Habana”, dice en un correo en el que habla de las comidas, los coches sin parqueos y los choferes de las guaguas casi vacías que saludan al que sube.
Juan y Elba vencieron los obstáculos y las distancias. Finalmente, son felices.